EN EL HOSPITAL las horas se
sucedían muy lentamente,
sobre todo en el turno de
noche, y las enfermeras tenían
la costumbre de contarse
historias entre ellas, de todo
tipo: divertidas, dramáticas, de
terror y de amor. Pero eran las
historias de terror las que
preferían las novatas. Una vez,
una de las enfermeras más viejas,
Mercedes, durante una noche
contó lo siguiente:
“Hace mucho tiempo, en la década
de los setenta, tuvimos como
paciente a un anciano de unos
ochenta años, el señor Moore, que
llegó al hospital con un cuadro
agudo de peritonitis. Lo operaron
de urgencia y en esa misma
operación descubrieron que sus
tripas estaban carcomidas por el
cáncer. Los doctores cerraron la
herida y luego lo pusieron en la
sala del pabellón tres, donde
generalmente van a parar los
pacientes que ya no tienen más
remedio.
Nadie quería atender al señor
Moore. Las drogas y el dolor lo
habían vuelto loco. Era muy
agresivo y mordió en varias
ocasiones a las enfermeras más
distraídas. Lo ataron a la cama,
pero aún así trataba de mordernos
si nos acercábamos demasiado.
Sus dientes castañeaban en el aire
y aún recuerdo ese ruido
escalofriante que hacían al chocar
entre sí: “tic tic tic tic”.
Una noche, escuché el timbre
de uno de los pacientes y al ver el
tablero me di cuenta que se
trataba de la habitación de Moore.
Como yo era la más nueva
generalmente me mandaban a mí,
por lo que no tuve más remedio
que ir a ver qué pasaba. Pero
cuando llegué a la habitación me
encontré con una sorpresa. La
cama de Moore estaba vacía, y
había sangre en el centro de las
sábanas. Mucha sangre. El
paciente que compartía la
habitación con él era quien había
apretado el timbre, para
alertarnos. Salí de la habitación
para buscarlo, y de repente me
sentí embargada por un terror
inexplicable, que me sacudió de
pies a cabeza. Ustedes saben que
el pabellón tres es un lugar de por
sí tétrico, la gente muere ahí
todos los días, se escuchan
lamentos, llantos, gemidos. Los
pasillos siempre están mal
iluminados y huele muy mal,
aunque una termina por
acostumbrarse. Miré hacia abajo y
vi que un rastro de sangre se
dirigía hacia los ascensores. Seguí
el rastro con la mirada y al llegar al
extremo del pasillo, donde hay
una curva, vi que algo se
arrastraba sobre el suelo. Parecía
una serpiente, al principio pensé
que era una serpiente, pero luego,
con horror, me di cuenta que se
trataban de las tripas del señor
Moore.
Se le había abierto la herida y
arrastraba las tripas como una
horrible cola de unos diez metros
de longitud. Se tambaleaba en
dirección a la puerta abierta del
ascensor, con aquella
asquerosidad siguiéndolo. Corrí
hacia él y resbalé en la sangre del
piso. Y creo que fue una suerte,
porque cuando el señor Moore se
metió al ascensor se dio vuelta y
me sonrió. Fue la sonrisa más
maligna y demencial que vi en mi
vida. Sus ojos estaban negros por
el dolor o la locura. Apretó el
botón de la planta baja, y las
puertas del ascensor se cerraron.
Y gran parte de sus tripas había
quedado afuera.
No necesito decirles lo que
ocurrió cuando el ascensor bajó,
tampoco quiero hacerlo, porque
fue repugnante y estremecedor.
Incluso los médicos más
experimentados vomitaban al ver
el interior del ascensor. Pero el
horror no terminó allí. Al cabo de
una semana de haber muerto el
señor Moore, una enfermera dijo
haber visto a un anciano
caminando por el pasillo del
pabellón tres, con las tripas
siguiéndolo como un rabo. La
enfermera renunció algunos días
después, y el mito del fantasma
del señor Moore quedó, aunque
nadie volvió a verlo”.
Apenas la enfermera Mercedes
terminó de contar esto, una de las
novatas señaló con cara de
espanto hacia el pasillo. Allí, a
través de la puerta entreabierta,
podía verse un intestino largo y
ensangrentado, que con lentitud
de gusano se arrastraba sobre el
suelo en dirección a los
ascensores.
sucedían muy lentamente,
sobre todo en el turno de
noche, y las enfermeras tenían
la costumbre de contarse
historias entre ellas, de todo
tipo: divertidas, dramáticas, de
terror y de amor. Pero eran las
historias de terror las que
preferían las novatas. Una vez,
una de las enfermeras más viejas,
Mercedes, durante una noche
contó lo siguiente:
“Hace mucho tiempo, en la década
de los setenta, tuvimos como
paciente a un anciano de unos
ochenta años, el señor Moore, que
llegó al hospital con un cuadro
agudo de peritonitis. Lo operaron
de urgencia y en esa misma
operación descubrieron que sus
tripas estaban carcomidas por el
cáncer. Los doctores cerraron la
herida y luego lo pusieron en la
sala del pabellón tres, donde
generalmente van a parar los
pacientes que ya no tienen más
remedio.
Nadie quería atender al señor
Moore. Las drogas y el dolor lo
habían vuelto loco. Era muy
agresivo y mordió en varias
ocasiones a las enfermeras más
distraídas. Lo ataron a la cama,
pero aún así trataba de mordernos
si nos acercábamos demasiado.
Sus dientes castañeaban en el aire
y aún recuerdo ese ruido
escalofriante que hacían al chocar
entre sí: “tic tic tic tic”.
Una noche, escuché el timbre
de uno de los pacientes y al ver el
tablero me di cuenta que se
trataba de la habitación de Moore.
Como yo era la más nueva
generalmente me mandaban a mí,
por lo que no tuve más remedio
que ir a ver qué pasaba. Pero
cuando llegué a la habitación me
encontré con una sorpresa. La
cama de Moore estaba vacía, y
había sangre en el centro de las
sábanas. Mucha sangre. El
paciente que compartía la
habitación con él era quien había
apretado el timbre, para
alertarnos. Salí de la habitación
para buscarlo, y de repente me
sentí embargada por un terror
inexplicable, que me sacudió de
pies a cabeza. Ustedes saben que
el pabellón tres es un lugar de por
sí tétrico, la gente muere ahí
todos los días, se escuchan
lamentos, llantos, gemidos. Los
pasillos siempre están mal
iluminados y huele muy mal,
aunque una termina por
acostumbrarse. Miré hacia abajo y
vi que un rastro de sangre se
dirigía hacia los ascensores. Seguí
el rastro con la mirada y al llegar al
extremo del pasillo, donde hay
una curva, vi que algo se
arrastraba sobre el suelo. Parecía
una serpiente, al principio pensé
que era una serpiente, pero luego,
con horror, me di cuenta que se
trataban de las tripas del señor
Moore.
Se le había abierto la herida y
arrastraba las tripas como una
horrible cola de unos diez metros
de longitud. Se tambaleaba en
dirección a la puerta abierta del
ascensor, con aquella
asquerosidad siguiéndolo. Corrí
hacia él y resbalé en la sangre del
piso. Y creo que fue una suerte,
porque cuando el señor Moore se
metió al ascensor se dio vuelta y
me sonrió. Fue la sonrisa más
maligna y demencial que vi en mi
vida. Sus ojos estaban negros por
el dolor o la locura. Apretó el
botón de la planta baja, y las
puertas del ascensor se cerraron.
Y gran parte de sus tripas había
quedado afuera.
No necesito decirles lo que
ocurrió cuando el ascensor bajó,
tampoco quiero hacerlo, porque
fue repugnante y estremecedor.
Incluso los médicos más
experimentados vomitaban al ver
el interior del ascensor. Pero el
horror no terminó allí. Al cabo de
una semana de haber muerto el
señor Moore, una enfermera dijo
haber visto a un anciano
caminando por el pasillo del
pabellón tres, con las tripas
siguiéndolo como un rabo. La
enfermera renunció algunos días
después, y el mito del fantasma
del señor Moore quedó, aunque
nadie volvió a verlo”.
Apenas la enfermera Mercedes
terminó de contar esto, una de las
novatas señaló con cara de
espanto hacia el pasillo. Allí, a
través de la puerta entreabierta,
podía verse un intestino largo y
ensangrentado, que con lentitud
de gusano se arrastraba sobre el
suelo en dirección a los
ascensores.