Hay muchas versiones de la leyenda de la
Mano Peluda, pero entre ellas destaca la
de la Mano de Horta. Esta versión se
originó antes de la Revolución Méxicana, y
nos habla de un codicioso e insensible
usurero que, al morir, empezó a penar
bajo la forma de una mano grotesca,
oscura, y asesina…
Corría el año 1908 en la ciudad de Puebla,
y los llamados “montepíos” (casas de
empeño) abundaban y proliferaban bajo el
ala indiferente y corrupta —las
autoridades se llevaban parte de las
ganancias de los montepíos— del gobierno
de Porfirio Díaz.
No era un hecho sorprendente, teniendo
en cuenta que, si bien el Porfiriato
representó una época de crecimiento
económico, en la práctica ese crecimiento
económico se veía ensombrecido por la
injusticia social inherente a la enorme
polarización (los pobres se empobrecían,
los ricos se enriquecían, la clase media se
estancaba) de las diversas clases sociales,
cosa que a la larga habría de estallar en la
subversión de la revolución.
Era en ese ambiente de injusticia que los
usureros explotaban a sus clientes,
tomando todo lo que podían de ellos cual
egoístas sanguijuelas. Ropa, muebles,
relicarios, vajillas de plata, joyas, incluso
los juguetes de los inocentes niños: nada
excluían sus manos codiciosas. Pero, entre
esos usureros con mucho dinero y poca
nobleza, destacaba uno al que casi todo el
pueblo detestaba: el señor Villa, conocido
como “Horta” entre los habitantes de la
ciudad.
Horta era un tipo amargado, codicioso,
avaro, materialista, extremadamente
egoísta, un tipo que nunca tuvo piedad de
sus clientes más desesperados o de los
mendigos sedientos que le imploraban
centavos con los labios resecos y la mirada
carcomida por el sufrimiento. Era calvo,
bajo de estatura, rechoncho como un
cerdo, con las extremidades y el cuerpo
repleto de abundante vello.
De actitud ostentosa, Horta adoraba llevar
las manos repletas de gruesos anillos
engarzados de piedras preciosas. La gente
lo aborrecía tanto que a veces lo maldecían
al pasar por su negocio; mas, como eran
tan evidentes sus manos, la maldición que
estaba de moda era un: “¡Qué Dios te seque
la mano!”.
Pasaron así los días y en la memoria
popular quedó grabada la imagen de
Horta, sentado en su casa de cambio de la
calle Merino, contando y apilando
monedas de oro junto a la Gangosa, que
era como le decían (por antipatía) a su
mujer. Toda su vida fue un maldito avaro,
pero un día la muerte llegó; y, al parecer,
Dios le secó la mano… O al menos eso se
quiso hacer creer, para darle un castigo
aunque sea después de muerto.
Fue así que, según se cuenta, en el diario
El Duende salió publicada una noticia
sobre la “Mano Negra”. Se trataba de la
mano de Horta, a la cual se había visto
trepar por los muros del cementerio de
San Francisco. La creencia de que la mano
era de Horta se originó en una entrevista
con un sepulturero que dijo haber visto a
la mano, y que no era una mano
cualquiera sino una mano grande, llena
de vellos negros, y de anillos engarzados
con gemas…
El asunto es que el suceso comenzó a
repetirse y cada noche, a eso de las once,
una mano negra (de lejos no se veían las
joyas, solo la negra silueta) trepaba por los
gruesos muros del camposanto. No era una
cosa de este mundo: era una mano
espectral, que ascendía sin caerse como
propulsada por una oscura magia, que se
movía tétricamente como una cruel
tarántula, ansiosa por envolver en las
redes del miedo o de la muerte al
espantado testigo o a la incauta víctima
que, sin verle, no advierta su sigiloso
desplazamiento por la tierra o los muros. Y
es que, en un instante letal, la Mano
Peluda saltaría sobre la presa o ascendería
por su ropa hasta llegar a su cara, donde
con sus gruesos dedos le arrancaría los
ojos para finalmente descender al cuello,
estrangularlo, dejar el cadáver allí y volver
—con teletransportación o algún otro
método fantasmal— a su tumba, donde se
reuniría con los demás despojos
mortuorios.
Según la leyenda, la Mano Peluda siguió
viéndose durante un tiempo hasta que
finalmente desapareció (hoy nadie en
Puebla dirá que la Mano Peluda sigue
apareciendo…).
Mano Peluda, pero entre ellas destaca la
de la Mano de Horta. Esta versión se
originó antes de la Revolución Méxicana, y
nos habla de un codicioso e insensible
usurero que, al morir, empezó a penar
bajo la forma de una mano grotesca,
oscura, y asesina…
Corría el año 1908 en la ciudad de Puebla,
y los llamados “montepíos” (casas de
empeño) abundaban y proliferaban bajo el
ala indiferente y corrupta —las
autoridades se llevaban parte de las
ganancias de los montepíos— del gobierno
de Porfirio Díaz.
No era un hecho sorprendente, teniendo
en cuenta que, si bien el Porfiriato
representó una época de crecimiento
económico, en la práctica ese crecimiento
económico se veía ensombrecido por la
injusticia social inherente a la enorme
polarización (los pobres se empobrecían,
los ricos se enriquecían, la clase media se
estancaba) de las diversas clases sociales,
cosa que a la larga habría de estallar en la
subversión de la revolución.
Era en ese ambiente de injusticia que los
usureros explotaban a sus clientes,
tomando todo lo que podían de ellos cual
egoístas sanguijuelas. Ropa, muebles,
relicarios, vajillas de plata, joyas, incluso
los juguetes de los inocentes niños: nada
excluían sus manos codiciosas. Pero, entre
esos usureros con mucho dinero y poca
nobleza, destacaba uno al que casi todo el
pueblo detestaba: el señor Villa, conocido
como “Horta” entre los habitantes de la
ciudad.
Horta era un tipo amargado, codicioso,
avaro, materialista, extremadamente
egoísta, un tipo que nunca tuvo piedad de
sus clientes más desesperados o de los
mendigos sedientos que le imploraban
centavos con los labios resecos y la mirada
carcomida por el sufrimiento. Era calvo,
bajo de estatura, rechoncho como un
cerdo, con las extremidades y el cuerpo
repleto de abundante vello.
De actitud ostentosa, Horta adoraba llevar
las manos repletas de gruesos anillos
engarzados de piedras preciosas. La gente
lo aborrecía tanto que a veces lo maldecían
al pasar por su negocio; mas, como eran
tan evidentes sus manos, la maldición que
estaba de moda era un: “¡Qué Dios te seque
la mano!”.
Pasaron así los días y en la memoria
popular quedó grabada la imagen de
Horta, sentado en su casa de cambio de la
calle Merino, contando y apilando
monedas de oro junto a la Gangosa, que
era como le decían (por antipatía) a su
mujer. Toda su vida fue un maldito avaro,
pero un día la muerte llegó; y, al parecer,
Dios le secó la mano… O al menos eso se
quiso hacer creer, para darle un castigo
aunque sea después de muerto.
Fue así que, según se cuenta, en el diario
El Duende salió publicada una noticia
sobre la “Mano Negra”. Se trataba de la
mano de Horta, a la cual se había visto
trepar por los muros del cementerio de
San Francisco. La creencia de que la mano
era de Horta se originó en una entrevista
con un sepulturero que dijo haber visto a
la mano, y que no era una mano
cualquiera sino una mano grande, llena
de vellos negros, y de anillos engarzados
con gemas…
El asunto es que el suceso comenzó a
repetirse y cada noche, a eso de las once,
una mano negra (de lejos no se veían las
joyas, solo la negra silueta) trepaba por los
gruesos muros del camposanto. No era una
cosa de este mundo: era una mano
espectral, que ascendía sin caerse como
propulsada por una oscura magia, que se
movía tétricamente como una cruel
tarántula, ansiosa por envolver en las
redes del miedo o de la muerte al
espantado testigo o a la incauta víctima
que, sin verle, no advierta su sigiloso
desplazamiento por la tierra o los muros. Y
es que, en un instante letal, la Mano
Peluda saltaría sobre la presa o ascendería
por su ropa hasta llegar a su cara, donde
con sus gruesos dedos le arrancaría los
ojos para finalmente descender al cuello,
estrangularlo, dejar el cadáver allí y volver
—con teletransportación o algún otro
método fantasmal— a su tumba, donde se
reuniría con los demás despojos
mortuorios.
Según la leyenda, la Mano Peluda siguió
viéndose durante un tiempo hasta que
finalmente desapareció (hoy nadie en
Puebla dirá que la Mano Peluda sigue
apareciendo…).