Dos vigilantes realizan su ronda por una
oscura fábrica cuando empiezan a escuchar
ruidos. El más veterano le contará al otro la
leyenda que circula sobre el lugar, y cómo
su dueño vendió su alma al diablo para
asegurarse que no le roben…
Las linternas proyectaban su haz de luz en
la nave desierta. Los dos vigilantes
escudriñaban el rincón donde uno de ellos
había escuchado un ruido.
—¿Ves algo?
—No, nada. Creo que empiezas a estar
obsesionado.
—Es porque tú eres nuevo, Marcos,
seguramente si supieras lo mismo que sé
yo…
—¡Cuenta, cuenta! —le apremió el novato.
Enrique bajó el tono de voz y le informó a
su compañero:
—¿Sabías que llevamos, entre los que
hacemos esta ronda, más de seis bajas por
depresión?
Marcos puso tal rostro de sorpresa, que su
compañero comprendió que no debía estar
al corriente de la situación. Enrique
prosiguió relatando la historia…
—Antonio, por ejemplo, me comentó que
padecía estrés debido a los ruidos que se
oían por la noche; parecían los lamentos
de un hombre que, a veces, derivaban en
silbido… Pero lo más traumático llegó
cuando escuchó la respiración de una
persona muy cerca de su oído y hasta
llegó a sentir el calor de su aliento.
—¡Joder, Enrique!… ¡Es para acojonarse!
Pero bueno, ¡sigue!, ¡sigue! —Marcos
estaba cada vez más inquieto.
—¿Tú sabías que en esta fábrica
estuvieron mucho tiempo sin sufrir ningún
robo? Lo más curioso es que siendo uno
de los barrios más peligrosos, no tenían a
nadie para protegerla. Según una leyenda
que circula desde hace tiempo, el dueño
de la fábrica hizo un pacto con el diablo
nada menos, para que no ocurriese nada
en estas naves. Al parecer, Lucifer aceptó
el trato y envió un perro horrible, con las
fauces de un monstruo y la envergadura
de un ca- ballo que arrastraba sus
mugrientas garras por cada rincón de este
horrible lugar. El trato no fue gratuito. A
cambio, Lucifer exigió el alma de un
vigilante al año. Cada doce meses el
propietario de la fábrica contrataba a un
guarda nocturno y a los pocos días… ¡Lo
encontraban muerto!
—Lo único que me dijeron al respecto es
que la empresa ha cambiado de dueño…
¿Es verdad? —preguntó Marcos intrigado.
—Sí, en efecto, y por eso hace dos años
que no encuentran el cadáver de uno de
los nuestros, pero lo cierto es que los
extraños sonidos se siguen escuchando.
Un nuevo ruido alertó a Enrique que,
automáticamente, dirigió hacia ese punto
el foco de luz de la linterna intentando
descubrir de dónde provenía. Se acercó al
rincón iluminado pero no advirtió nada
anómalo. El silencio reinante comenzó a
inquietarle.
—¿Marcos? ¿Estás ahí?
Nadie le respondía. Enrique enfocó un
bulto en el suelo, justo en el lugar donde
estuvieron unos segundos antes. Al
acercarse descubrió con horror que los
ojos de su compañero miraban al vacío. Le
cogió la muñeca derecha para comprobar
el pulso. No cabía duda. ¡Marcos estaba
muerto! Lo que más impresionó a Enrique
es que su compañero estaba cubierto de
rasguños y rasgaduras. Era como si una
enorme bestia lo hubiera atacado con sus
afiladas garras.
oscura fábrica cuando empiezan a escuchar
ruidos. El más veterano le contará al otro la
leyenda que circula sobre el lugar, y cómo
su dueño vendió su alma al diablo para
asegurarse que no le roben…
Las linternas proyectaban su haz de luz en
la nave desierta. Los dos vigilantes
escudriñaban el rincón donde uno de ellos
había escuchado un ruido.
—¿Ves algo?
—No, nada. Creo que empiezas a estar
obsesionado.
—Es porque tú eres nuevo, Marcos,
seguramente si supieras lo mismo que sé
yo…
—¡Cuenta, cuenta! —le apremió el novato.
Enrique bajó el tono de voz y le informó a
su compañero:
—¿Sabías que llevamos, entre los que
hacemos esta ronda, más de seis bajas por
depresión?
Marcos puso tal rostro de sorpresa, que su
compañero comprendió que no debía estar
al corriente de la situación. Enrique
prosiguió relatando la historia…
—Antonio, por ejemplo, me comentó que
padecía estrés debido a los ruidos que se
oían por la noche; parecían los lamentos
de un hombre que, a veces, derivaban en
silbido… Pero lo más traumático llegó
cuando escuchó la respiración de una
persona muy cerca de su oído y hasta
llegó a sentir el calor de su aliento.
—¡Joder, Enrique!… ¡Es para acojonarse!
Pero bueno, ¡sigue!, ¡sigue! —Marcos
estaba cada vez más inquieto.
—¿Tú sabías que en esta fábrica
estuvieron mucho tiempo sin sufrir ningún
robo? Lo más curioso es que siendo uno
de los barrios más peligrosos, no tenían a
nadie para protegerla. Según una leyenda
que circula desde hace tiempo, el dueño
de la fábrica hizo un pacto con el diablo
nada menos, para que no ocurriese nada
en estas naves. Al parecer, Lucifer aceptó
el trato y envió un perro horrible, con las
fauces de un monstruo y la envergadura
de un ca- ballo que arrastraba sus
mugrientas garras por cada rincón de este
horrible lugar. El trato no fue gratuito. A
cambio, Lucifer exigió el alma de un
vigilante al año. Cada doce meses el
propietario de la fábrica contrataba a un
guarda nocturno y a los pocos días… ¡Lo
encontraban muerto!
—Lo único que me dijeron al respecto es
que la empresa ha cambiado de dueño…
¿Es verdad? —preguntó Marcos intrigado.
—Sí, en efecto, y por eso hace dos años
que no encuentran el cadáver de uno de
los nuestros, pero lo cierto es que los
extraños sonidos se siguen escuchando.
Un nuevo ruido alertó a Enrique que,
automáticamente, dirigió hacia ese punto
el foco de luz de la linterna intentando
descubrir de dónde provenía. Se acercó al
rincón iluminado pero no advirtió nada
anómalo. El silencio reinante comenzó a
inquietarle.
—¿Marcos? ¿Estás ahí?
Nadie le respondía. Enrique enfocó un
bulto en el suelo, justo en el lugar donde
estuvieron unos segundos antes. Al
acercarse descubrió con horror que los
ojos de su compañero miraban al vacío. Le
cogió la muñeca derecha para comprobar
el pulso. No cabía duda. ¡Marcos estaba
muerto! Lo que más impresionó a Enrique
es que su compañero estaba cubierto de
rasguños y rasgaduras. Era como si una
enorme bestia lo hubiera atacado con sus
afiladas garras.